Debería deshojarme las manos,
para quedarme sin palabras,
sin una sola,
sin poder escribir
agua o pan salado,
debería caminar en círculos
pegando la mirada al sol,
tropezando
con todas las piedras,
las nuevas y las mismas,
o las de otro lado,
deberías escuchar cada reclamo,
de mi madre en las mañanas,
de mis sábanas
a media noche,
de mi almohada
cansada de dar consejos
que no hago caso,
debería rasgarme la lengua
con cada lengua
que besaron mis labios,
hasta sangrar,
hasta conseguir
la verdad a palmos,
de la huida,
de la ida
de mayor a menor,
del bemol,
del acorde
que se hace nada
en la tormenta
de whisky en mi vaso,
debería callar mis pies,
ponerle raíces o cadenas
a mis sueños más altos,
a la esperanza
detrás de mi corbata,
a rayas,
de mi pijama
de piel a negro y blanco,
debería encender el televisor
para dejarlo solo hablando,
creyendo en sus mentiras,
debería salir a caminar
con los ojos cerrados
e intentar llorar
cada 42 pasos,
debería tararear la canción
más triste de mi infancia,
hacer un poema
con el peor de los reclamos,
hacer una ronda
de palabras humeantes,
para cantar con todos los niños
menos el que atrás
se haya quedado,
debería golpear con fuerza el suelo,
con mis manos,
con mi rostro,
con la planta
de mis pies cansados,
debería confesar
a propios y extraños,
en las esquinas,
en las cantinas,
en el púlpito
y en estrado del senado:
yo tropiezo con la misma piedra
porque así es más fácil
reconocer a mis errores.
Debería caminar
no con mi entrepierna,
sino con mis manos.
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